El Arzobispo Leonard P. Blair

Mientras escribo este artículo para Transcript con bastante anticipación a su fecha de publicación, estamos en medio de la crisis del coronavirus, y no sé dónde estaremos para cuando lean esto. Cualquiera sea la situación, esta crisis es un recordatorio de que nosotros y todo nuestro progreso médico y científico hasta la fecha no somos invencibles. Y si, tal como esperamos, pronto se llegará a encontrar un remedio médico, seguiremos siendo seres mortales, criaturas frágiles en la inmensidad de un universo creado que está fuera de nuestro alcance.

Dios es el Creador y nosotros somos sus criaturas. Estamos hechos para amar en su divina “imagen y semejanza” con un alma racional e inmortal y estamos redimidos por la sangre de Dios en la carne, Jesucristo, pero de todas formas seguimos siendo criaturas. Tal es la naturaleza  del amor que no puede haber un auténtico “sí” sin la posibilidad de decir también “no”, Adán y Eva dijeron “no”. Jesús y María dijeron “sí”, y nos permitieron decir “sí”, pero la libertad sigue siendo nuestra.

Dios se revela en el Antiguo Testamento como el Señor de la historia. La historia del éxodo muestra  cómo el pueblo de Dios fue llamado de la esclavitud, a una situación  de alto riesgo en el desierto, dependiente total y únicamente de Dios. Toda la historia de Israel es la historia de un pueblo dirigido por la mano de Dios. Su infidelidad, que en esencia era una falta de confianza, fue denunciada por los profetas, quienes reconocieron las verdaderas profundidades de la pecaminosidad  humana  y la necesidad de que Dios mismo creara un corazón humano confiado en un nuevo pacto por venir. Esto se cumplió con el advenimiento de Cristo.

Al igual que nuestros  antepasados espirituales  en el desierto,  nosotros, como criaturas caídas, nos resulta dif ícil vivir con plena confianza  — no solo que Dios existe, sino que dependemos totalmente de él para todo lo que somos y todo lo que tenemos. En palabras del Papa Benedicto XVI: “El hombre no se f ía de Dios. … Abriga la sospecha  de que Dios, en definitiva, le quita  algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra  libertad, y que solo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado … El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo”.

Nuestro anterior Santo Padre continúa diciendo: “Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. … Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro  ser, es decir, según la voluntad de Dios”. (Homilía, 8 de diciembre de 2005)

Hoy en día, existe una ceguera cada vez mayor a “la verdad de nuestro  ser” y un deseo cada vez mayor por parte de muchos  de “librar al mundo  de la dependencia de Dios” y vivir como si Dios no existiera. Incluso una pandemia devastadora es poco probable que sacuda las ideologías prevalecientes. Me refiero al relativismo moral que vive la mayoría de las personas hoy en día que rechaza cualquier  reclamo de verdad absoluta de Dios que pueda ser conocido por la fe, o incluso por la razón. El resultado es una caída en el caos moral con respecto al respeto  por la vida, la sexualidad, el matrimonio e incluso la identidad misma del hombre  y la mujer. Luego, está el materialismo que a menudo dicta las prioridades en la vida de muchas personas,  haciendo  del éxito material una pasión que lo consume todo, en lugar de confiar en la providencia divina y el “tesoro en el Cielo”. Y el humanismo secular ofrece la promesa  de una vida plena, satisfactoria  y ética sin Dios o la religión revelada, a veces con una mezcolanza  de prácticas  derivadas de diversas religiones o creencias.

Como nos recuerdan  las epidemias, todos  somos  mortales.  Y como  tal, debemos prestar atención a la Primera Carta de Juan, quien nos dice que “porque todo lo que hay en el mundo — la pasión de la carne, la pasión de los ojos, y la arrogancia de la vida — no proviene del Padre, sino del mundo. El mundo pasa, y también sus pasiones, pero el que hace la voluntad de Dios permanecerá para siempre”. (1 Jn 2: 16-17).