Archbishop Leonard P. Blair

Archbishop Leonard P. Blair

Este año, el 13 de agosto, en nuestro calendario litúrgico, celebraremos por primera vez en la Memoria del Beato Michael McGivney, sacerdote oriundo de la Arquidiócesis de Hartford, y fundador de los Caballeros de Colón. Ahora que ha sido declarado “Beato”, podemos invocar su intercesión en las Misas de nuestra iglesia local, mientras oramos por el día en que otro milagro pueda atribuirse a su intercesión y él pueda ser canonizado como un santo para la posteridad.

Para los sacerdotes de nuestra arquidiócesis, el Beato Michael es uno de los nuestros, y nos alegramos de que, en las palabras de San Pablo, “luchó la buena batalla, terminó la carrera y mantuvo la fe” (2 Timoteo 4, 7). Por eso, los invito a ofrecer un acto de acción de gracias a Dios por los sacerdotes que sirven hoy en nuestra arquidiócesis y en sus parroquias, y a dedicarles personalmente unas palabras de aprecio. Durante la pandemia ha habido muchos ejemplos de sacerdotes que han mostrado paciencia, creatividad, caridad pastoral y celo ante un desafío sin precedentes. Estos son tiempos muy difíciles para el clero católico, dados los muchos escándalos que han sacudido a la Iglesia y que deben ser abordados, como lo estamos haciendo, con honestidad y fuerza. Sin embargo, el hecho es que la inmensa mayoría de nuestro clero no es culpable de traicionar la sagrada encomienda de su ordenación. Ellos sirven bien y fielmente al pueblo católico.En un esfuerzo por remediar un excesivo “clericalismo” en la Iglesia en el pasado, en las últimas décadas hemos escuchado mucho sobre la importancia del ministerio. “Ministerio”, como palabra, ha evolucionado y ampliado para describir la participación de cada persona bautizada en la obra de Cristo. Sin embargo, es necesario hacer algunas distinciones si queremos ser fieles a lo establecido por Cristo.

Al señalar a los doce apóstoles para que lo acompañaran y actuaran con autoridad en su nombre, Jesús instituyó el sacerdocio ordenado como parte de la constitución misma de la Iglesia para enseñar, santificar y pastorear a su rebaño. No obstante, este oficio existe para fomentar, no excluir, la participación de los laicos y religiosos profesos en la obra de Cristo como sus testigos para la salvación del mundo.Nuestra Iglesia católica, junto con la ortodoxa, enseña la mediación divinamente instituida del sacerdocio ministerial. Las iglesias de la Reforma no lo hacen. Aunque hay puntos de convergencia y margen para el diálogo ecuménico, permanece una diferencia fundamental con profundas implicaciones. Entre otras cosas, se manifiesta por qué los católicos y los ortodoxos, a diferencia de los protestantes, no practican el Compartir Eucarístico ni ordenan como clero a las mujeres. En los sacerdotes hay una paternidad espiritual que se origina en Cristo mismo y en su elección de los Apóstoles de entre las mujeres y los hombres que fueron sus discípulos. Con razón nos dirigimos a los sacerdotes como “Padre”, y no solo como señor, reverendo, amigo, asociado, colega, compañero de trabajo, etc.

San Pablo les dice a los Corintios: “Aunque tuvieran innumerables maestros en Cristo, no tienen muchos padres, sino que yo me convertí en su padre en Cristo Jesús por el evangelio” (1 Co 4, 15). En la familia de la Iglesia, ¿qué dio el “Padre Pablo” de Tarso a sus hijos espirituales? Sus cartas revelan los hechos paternales que hizo por ellos: poner comida en la mesa de la palabra y de los sacramentos; ejercer autoridad para reconciliar divisiones; proporcionar una enseñanza sólida y una dirección moral; ejercer un liderazgo valiente en medio de desaf íos abrumadores; y proteger a sus hijos espirituales del peligro.Todos los adultos, cualquiera que sea su estado en la vida, están biológica, psicológica y espiritualmente destinados a hacer un regalo de sí mismos como padres o madres de acuerdo con el sexo que Dios les ha otorgado. Aquellos cuyas circunstancias en la vida no incluyen el matrimonio, también están llamados a hacer un “don de sí mismo”, que de alguna manera es paterno o materno, según sea el caso, por el mismo hecho de ser hombre o mujer.

Mientras celebramos en la Misa por primera vez la memoria litúrgica del Beato Michael McGivney, recordemos que el Cuerpo y la Sangre de Cristo son un don sacerdotal de su corazón traspasado en la Cruz. Es un don que se hace presente por el ejercicio del sacerdocio de Cristo aquí y ahora por un hombre ordenado para actuar en su misma Persona. Oremos por muchas más ordenaciones a este sagrado llamado en nuestra arquidiócesis, porque nuestra necesidad es verdaderamente grande.